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Guillermo Tella

Papers

Territorios de protesta:
La calle como escenario

La calle ha sido siempre el escenario por excelencia de disputas sociales, de reivindicación y de protestas. Cacerolazos, escraches, piquetes, cartoneo, okupaciones y culto a tragedias son algunas de las expresiones urbanas de denuncia y reparación del tejido social más visibles en los años recientes, que tuvieron al espacio público como escenario de resonancia. El espacio público guarda memoria de los acontecimientos que se desarrollan a diario en ellos. Muchos quedan signados durante décadas por la trascendencia de sus hitos históricos. En ese marco, reflexionamos sobre el espacio público como escenario de resonancia social.

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Si nos remontamos a la crisis de diciembre de 2001, por ejemplo, signada por una situación de anarquía y movilización generalizada, la calle fue tomada por la ciudadanía como espacio resignificado para prácticas deliberativas y solidarias y, también, para vandalismos y desobediencias.

Durante varios días se llevaron a cabo saqueos organizados a comercios y supermercados en los barrios populares de la periferia y expresiones de repudio en las áreas consolidadas por parte los sectores medios y medio-altos de la población. Hoy, una década después, esas prácticas forman parte del paisaje cotidiano y están incorporadas definitivamente dentro del repertorio de la acción colectiva directa.

En este sentido, el Arq. Julio Ladizesky, autor de Los espacios de centralidad barrial: la calle y la plaza, señala que cada uno de los sectores interactúa con el espacio público inmediato y lo hace propio, imprimiéndole sus necesidades, sus actividades, su idiosincrasia, sus anhelos y deseos, en un vínculo estrecho que da cuenta de su identidad. Apunta Ladizesky que cuando uno entrelaza su vida con ese espacio social, crea un acontecimiento que se suma a la historia del lugar.

Asimismo, Julián Rebón, Doctor en Ciencias Sociales y Director del Instituto de Investigaciones Gino Germani (UBA), señala que los distintos sectores sociales suelen tener repertorios de acciones, es decir, poseen de algún modo “libretos para protestar” en cada ámbito, algunos de los cuales son más homogéneos, otros más heterogéneos. Y agrega que se han comenzado a utilizar formas más “modulares”, utilizadas con matices por distintos sectores, tal como los cortes de calles.

En este sentido, Julián Rebón puntualiza que existe un cierto debate sobre el simbolismo de los espacios públicos. Hay espacios que han quedado significados, como la Plaza de Mayo, como espacio clásico de representación política y de la acción movilizante del país. Así también el puente Pueyrredón o el de Gualeguaychú han quedado de algún modo connotados por las manifestaciones que allí se han realizado.

Y Rebón agrega que la memoria es un proyecto abierto que nunca se pierde: “Hoy existe una disputa en las calles, en las plazas, protagonizada por muchos de aquellos sectores que en los noventa anclaban su demanda en el poder político clásico, en lo electoral, en lo parlamentario”. La disputa en el espacio público se reconoce en expresiones que apelan a la reparación del tejido social, que definen imbricados itinerarios de protesta.

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Itinerarios de protesta

Cacerolazos, escraches, piquetes y asambleas barriales son términos incorporados al vocabulario popular y que fueran acuñados en el fragor de las resistencias y movilizaciones sociales de la crisis del modelo económico post-convertibilidad. Representan algunas de las expresiones más reconocidas como modo de acción directa en el espacio público y las más conspicuas por su montaje temporario y por sus repercusiones en la cotidianeidad.

En su repertorio aparecen los cacerolazos como manifestaciones de protesta en calles y avenidas por parte los sectores medios y medio-altos de la población. También son reconocidos los escraches, aquellas concentraciones masivas de repudio a representantes considerados protagonistas de actos de corrupción, frente a los edificios donde trabajan o residen. Y siguen en la lista los piquetes, definidos por movimientos de trabajadores desocupados que bloquean los principales puentes de acceso y avenidas de la ciudad, con acampes y quema de neumáticos.

No obstante su paso coyuntural, las asambleas barriales definieron un espacio deliberativo de autogestión que recuperó la calle para el encuentro social y la construcción de vínculos alternativos y cooperativos entre vecinos. Y aquellas ocupaciones de indignados, que ganaron protagonismo en la reciente crisis económica global en los países centrales, se instalaron como movilizaciones de acampe en el espacio público en favor de la reivindicación de derechos cercenados.

Mario Gali, un comerciante porteño de 65 años, opina que el hecho de que “las calles céntricas, puentes, rutas y autopistas se ven invadidas por estos grupos de protesta, y hacen pagar ‘los platos rotos’ a inocentes que circulan con sus vehículos particulares y transportes públicos. En esa práctica, se olvidan de uno de los principios básicos de la democracia: ‘mis derechos terminan donde empieza el de los demás’”.

Por su parte, Julián Rebón nos recuerda que la protesta social es una forma bastante significativa de canalización de intereses, que convive con los mecanismos clásicos y de representación política, tanto parlamentaria como institucional. Y, en este sentido, si un sector no logra canalizar políticamente sus reclamos porque no logra tener una repercusión política, la protesta social emerge como la forma de representación más legitimada de ese interés. Y el espacio público tiene que ver con esto.

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El espacio como recurso

Para muchos sectores de la población, el espacio público es al mismo tiempo la fuente de sus recursos de subsistencia. El recorrido cuasi nómade de una parte de los sin techo convive con la recolección de desechos de los sectores que se ubican más arriba en la pirámide social. De modo que encontramos situaciones tales como el cartoneo, donde decenas de miles de hombres, niños, jóvenes y hasta familias enteras se lanzan al cirujeo en las calles, recogiendo residuos recuperables en la vía pública.

También dominan las okupaciones, en tanto toma clandestina de edificios abandonados, obsoletos o degradados, y las microvillas, como invasiones de reducidas fracciones de tierra por parte de sectores populares excluidos. Este abanico de situaciones aparentemente diversas se aúnan en la necesidad básica de la supervivencia.

En la plaza Lavalle, por ejemplo, es frecuente encontrar a un grupo de cuatro o cinco jóvenes que pernocta en uno de sus pequeños espacios ajardinados. Allí conviven dentro de refugios formados con cajas de cartón y trapos tan frágiles como sus aspectos. Bajo la mirada del resto, uno de ellos (Paco, de 41 años) reclama por el tren de los cartoneros con el que ya no cuentan para acceder desde el conurbano bonaerense. De modo que eligen quedarse y pasar noche en la zona de Tribunales, para salir de ahí a cartonear.

En otro sector de la ciudad, Daniel Palacios (un cartonero de 36) cuenta que tenía un trabajo como el de cualquiera hasta que en el ’99 lo despidieron y no pudo reinsertarse. Con una familia que sostener, se lanzó a ser cartonero de un día para el otro, y fue aprendiendo el oficio. Considera que la gente desconfía de ellos y señala: “el vecino todavía ve a un cartonero y cierra la puerta porque tiene miedo a que le roben”.

Como respuestas improvisadas para atender la emergencia social, surgió en el espacio público un abanico amplio de resignificaciones colectivas, que supieron encontrar variables de articulación en distinto grado. Por un lado, las fábricas recuperadas constituían una ocupación y puesta en funcionamiento por parte de los propios trabajadores afectados de industrias que habían sido abandonadas por sus propietarios.

También los clubes de trueque instalaron un ámbito horizontal donde desarrollar un mercado de compra-venta, donde la transacción se efectuaba por mero intercambio de bienes usados, con aquello susceptible de desprenderse para canjearlo por otro bien más prioritario. Y los barrios se inundaron de ferias de abastecimiento frutihortícola, resurgidas tras la crisis luego de décadas, tomando plazas y calles en zonas residenciales de sectores medio-bajos. Allí, los precios accesibles garantizaban su permanencia.

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El espacio de la resignificación

Por su parte, Verónica Chocobar, una joven actriz, recuerda la experiencia de los clubes del trueque: “Nos ayudábamos entre sí, sin manejar dinero. Cada uno exponía lo que tenía y muchos se alimentaban gracias a la gente que llevaba alimentos. En ese entonces yo llevaba ropa que ya no usaba. Allí me di cuenta que lo que más se vendía eran alimentos porque la gente estaba en pésimas condiciones”.

Horacio Campos, Presidente de la Cooperativa de IMPA (Industria Metalúrgica y Plástica Argentina), rememora el proceso de recuperación de la fábrica de aluminios: “cuando sentí que la fábrica estaba recuperada, me dio ganas de llorar porque en ese momento era una lucha que parecía perdida”. Pero, además, IMPA es un caso emblemático porque acoge en su planta de Almagro a un centro cultural. Guillermo Robledo, gerente de la cooperativa, y Ana Gilardini, de la Comisión de Eventos y Espectáculos, explican que unir esos dos mundos fue mágico: se tuvo la idea de abrir a los artistas aquellos espacios del edificio que no se estaban utilizando para que realicen actividades culturales.

En renglón aparte, merecen atención aquellos siniestros que por sus características trágicas y los protagonistas implicados, convierten al sitio de los sucesos en un lugar de peregrinación, una marca visible y persistente de memoria y homenaje. Son los cultos a tragedias, que definen sitios de ritualidad para familiares y entorno cercano de víctimas de tragedias, que ofrendan tributos a “mártires” de la muerte urbana. Ejemplos de estos son los lugares donde encontraron la muerte los cantantes populares Rodrigo Bueno o de Gilda así como también donde perdieron la vida los fans que asistían al recital del grupo Callejeros en el boliche Cromañón.

Además del valor emocional que ofrecen, también ostentan una enorme carga simbólica. Julián Rebón destaca que “al mismo tiempo que recuerdan a aquellos que ya no están, también ponen en evidencia a las causas que llevaron a eso. Y, de algún modo, señalan potenciales culpables. En ese sentido, tiene un carácter más político. En muchos casos, esas expresiones han adquirido ya un carácter institucional, como es el caso del Parque de la Memoria”.

En consecuencia, la calle fue históricamente un ámbito para la recreación, el encuentro y el esparcimiento. Y, además, ha sido un importante instrumento de integración y de valorización social. Aunado a ello, en la actualidad la calle evidencia la insatisfacción social de una ciudad que crece a distintas velocidades. Es indispensable entonces comenzar a recomponer la calle en su dimensión conceptual e instituyente para recuperar su identidad como expresión colectiva de lo público.

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© Guillermo Tella y Martín Muñóz
Versión adaptada del trabajo: Tella, Guillermo y Muñóz, Martín (2012), “La calle, un espacio cada vez más importante de expresión política”. Buenos Aires: Diario Perfil, noviembre 24 (pp. 60-61).
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